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“De la oración” por Juan Calvino

50. Pero a pesar de que ya se ha dicho más arriba, (art. 7, 27, & c.), que siempre deberíamos elevar nuestras mentes hacia arriba, hacia Dios, y orar sin cesar, sin embargo, tal es nuestra debilidad que requiere ser apoyada, y tal es nuestro sopor que requiere ser estimulado; es necesario que fijemos horarios especiales para este ejercicio, horas que no deben pasar sin la oración, y durante las cuales todos los afectos de nuestras mentes van a estar completamente ocupados en la oración, es decir, cuando nos levantamos por la mañana, antes de comenzar nuestro trabajo diario, cuando nos sentamos para comer, cuando por la bendición de Dios ya hemos tomado nuestros alimentos, y cuando nos retiramos a descansar.  Esto, sin embargo, no debe ser un respeto supersticioso de la hora, por el cual, por así decirlo, la realización de una tarea para Dios nos hiciera creer que estamos dispensados de orar en otras horas, sino que más bien debe ser considerada como una disciplina con la cual se ejercita nuestra debilidad, y de vez en cuando es estimulada.  En particular, debe ser nuestro cuidado ansioso, siempre que se nos presiona, o al ver a otros presionados por algún problema, al instante recurrir a Dios, no sólo con prontitud sino con la mente despierta; y otra vez, no debemos permitir que  ninguna prosperidad nuestra o de otros nos haga dejar de dar testimonio de nuestro reconocimiento de la mano de Dios, mediante la alabanza y la acción de gracias.  Por último, tenemos que evitar cuidadosamente en todas nuestras oraciones que confinemos a Dios sólo a ciertas circunstancias, o prescribamos para él sólo ciertos tiempos, lugares o modos de acción.  De igual manera, nos enseña esta oración a no fijar ninguna ley o imponer ninguna condición sobre Él, sino que dejemos enteramente a Dios la soberanía de adoptar cualquier curso de procedimiento que le parezca mejor, en relación con los métodos, tiempos y lugares.  Porque antes de hacer cualquiera de nuestras peticiones, le pedimos que se haga su voluntad, y al hacerlo, nuestra voluntad debe subordinarse a la suya, como si le hubiéramos puesto un freno a nuestra voluntad, para que, en lugar de pretender dictarle leyes a Dios, lo consideremos como el gobernante que es, y el que dispone la realización de todos sus deseos.

51. Si, con la mente enmarcada de esta manera en la obediencia, nos permitimos ser regidos por las leyes de la Divina Providencia, vamos a aprender fácilmente a perseverar en la oración, y si suspendemos nuestros propios deseos y confiamos pacientemente en el Señor, podemos estar seguros de que Él estará siempre presente con nosotros, aunque no lo parezca, y a su propio tiempo mostrará cuán lejos estaba de hacer oídos sordos a nuestras oraciones, aunque a los ojos de los hombres pueda parecen que no las tenía en cuenta.  Este será un consuelo muy presente, si en algún momento Dios no nos da una respuesta inmediata a nuestras oraciones, que nos impida desmayar o ceder al desaliento, como lo suelen hacer los que, invocando a Dios, están tan arrastrados por su propio fervor, que a menos que Él ceda ante su insistencia y les dé pronto auxilio, inmediatamente se imaginarán que Él está enojado y ofendido con ellos, y abandonarán toda esperanza de éxito y dejarán de orar.  Por el contrario, aplazando nuestra esperanza con ecuanimidad bien templada, insistamos con la perseverancia que nos recomiendan las Escrituras.  A menudo se puede ver en los Salmos cómo David y otros creyentes, después de que casi desmayan orando, pareciendo que han estado golpeando el aire frente a un Dios que no quiere oír, sin embargo no dejan de orar, porque no se autoriza a ello en la palabra de Dios, a menos que la fe depositada en ella sea superior a todos los eventos.  Una vez más, no debemos tentar a Dios, y no provoquemos su ira contra nosotros por lo agotador de nuestras insistencias.  Muchos tienen la costumbre de negociar con Dios en determinadas condiciones, y, como si fuera sirviente de su lujuria, le imponen ciertas estipulaciones; y si Dios no les cumple de inmediato, se indignan y encolerizan, llegan a murmurar, quejarse, y hacer escándalo.   Ofendido de esta manera, Dios a menudo en su ira les da a esas personas lo que en su misericordia amablemente niega a los demás.  De esto tenemos una prueba en los hijos de Israel, para quienes habría sido mejor no haber sido escuchados por el Señor, que tragarse su indignación con la carne, (Núm. 11:18,33).

52. Pero si nuestros sentidos no son capaces, hasta después de larga espera, de percibir el resultado de la oración, o experimentar algún beneficio de ella, todavía nuestra fe nos asegura lo que no puede ser percibido por los sentidos, a saber, que hemos obtenido lo que era apropiado para nosotros, porque el Señor tiene siempre interés en todos nuestros problemas, desde el momento en que los hemos depositado en su seno.  De este modo, poseeremos abundancia en la pobreza y consuelo en la aflicción. Porque aunque todas las cosas fallen, Dios nunca nos abandonará, y él no puede frustrar la expectativa y la paciencia de su pueblo.  Sólo él es suficiente para todo, ya que en sí mismo comprende todo lo bueno, y por fin nos lo revelará en el día del juicio cuando su reino se manifieste claramente.  Podemos agregar que, aunque Dios cumple con nuestras peticiones, no siempre da respuesta en los mismos términos de nuestras oraciones, pero que aunque aparentemente nos tiene en vilo, sin embargo, de una manera desconocida nos muestra que nuestras oraciones no han sido en vano.  Este es el significado de las palabras de Juan: “Si creemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 15).  Podría parecer que aquí tenemos sólo palabras superfluas, pero la declaración es sumamente útil, a saber, que aun cuando Dios no cumpla con nuestras peticiones, él las escucha y es favorable a nuestras oraciones, para que nuestra esperanza fundada en la Palabra nunca sea decepcionada.  Sin embargo, los creyentes necesitan siempre el apoyo de la paciencia, ya que no podrían soportar mucho tiempo si no se apoyan en ella.  Porque las tribulaciones a través de las cuales el Señor nos prueba y ejercita son severas, más aún, a menudo nos llevan a los extremos, y cuando así sucede nos da tiempo para seguir en el cieno antes de que él nos dé todos los gustos de su dulzura.  Como dice Ana: “Jehová mata, y da vida; él hace descender al sepulcro, y hace subir” (1 Samuel 2:6).  ¿Qué podrían hacer sino desanimarse y precipitarse en la desesperación, si no fuera porque cuando están afligidos, desolados, y medio muertos se pueden consolar con la idea de que son considerados por Dios, y que habrá un fin a sus males presentes?  Pero por muy seguras que sean sus esperanzas, mientras tanto no pueden dejar de orar, pues la oración sin la compañía de la perseverancia no conduce a ningún resultado.

Tomado de Calvino, “Instituciones de la religión cristiana”, traducido por Henry Beveridge, 1845.  Libro III, Capítulo XX – DE LA ORACIÓN – un ejercicio perpetuo de la fe; los beneficios diarios derivados de ella.

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

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