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Amad de verdad

Cuando pensamos en el primer fruto del Espíritu – el amor – hay una pequeña palabra en los Evangelios que está plena de retos para nosotros. Es una palabra que me ha desafiado enormemente, tanto en mis relaciones familiares como en las de mi iglesia. Es la palabra “como” que se halla en Juan 15:12: “Amaos los unos a los otros ‘así como’ yo os he amado”, dice Jesús. En este contexto, “como” significa “de la misma manera”. “Mi amor por ti es el modelo. Quiero que imites ese modelo en tus relaciones con los demás”.

Los modelos son a menudo cruciales para las buenas relaciones. Una vez trabajé con una mujer cuya madre la había abandonado cuando estaba en la escuela primaria. En el momento en que vino a terapia, la mujer tenía una exitosa carrera profesional en gerencia, pero cuando sus hijas llegaron a la adolescencia se dio cuenta de que le faltaba un modelo. Ella me dijo:

No siempre estoy segura de cómo tratar a mis hijas, porque nunca tuve a nadie que me enseñe a ser mujer y madre. Nunca estuve realmente segura de saber cómo se comportan las mujeres. Nadie se me acercó cuando era adolescente y me ofreció ayuda con la elección de mi ropa y maquillaje. Nunca supe con certeza cómo ser una mujer. Es como caminar en la oscuridad.

En nuestro camino cristiano, a veces sentimos que estamos caminando en la oscuridad –cuando necesitamos a alguien como modelo para cumplir el mandamiento de “amarnos unos a otros”. Amar “como Jesús amaba” parece ser un enorme desafío. Nos sentimos como si fuéramos niños en jardín de infantes que acaban de aprender a escribir las letras, y se les pidiera que escriban como Shakespeare. Ahí es importante volver a pensar sobre lo que podría significar la palabra “como”.

“Como” no es una palabra que se refiere a algo que pueda ser medido con exactitud. Más bien se refiere a una misteriosa cualidad, un sabor, una esencia – una esencia que no se puede medir – pero que puede ser experimentada y conocida en lo que el salmista llama “la parte interior”.

Los escritores de la Biblia usan la lírica para hablar del amor de Dios. El conocido himno sobre el “profundo, profundo amor de Jesús”, lo describe como “vasto, sin medida, sin límites, gratuito”. Pero a veces en la lírica yace la tentación de idealizar el amor de Dios –de hacer del amor de Jesús un concepto meramente intelectual— tan abstracto y tan ideal que cantamos de corazón acerca de él en la iglesia, sonreímos beatíficamente a nuestros hermanos y hermanas, y sin embargo salimos de la iglesia sin haber cambiado.

Pero lo que Jesús espera cuando nos ordena amar, es un cambio radical que nos lleve al ajuste de nuestra forma natural de hacer las cosas. Como les recordó a sus discípulos: “También los pecadores aman a aquellos que los aman”. A todos nos gusta la gente que es como nosotros. Eso es fácil.

El sello distintivo de un cristiano es, en cierto sentido, un tipo de relación no natural –un amor que de alguna manera se las arregla para responder de manera positiva a aquellos que no nos aman ni nos entienden, a quienes se oponen a nosotros y nos malinterpretan, a los que son prepotentes y nos humillan, a los que nos irritan o nos molestan. Más difícil tal vez, para nosotros que nos sentimos llamados a predicar el evangelio al mundo, es que estamos llamados a amar a –es decir, desarrollar este tipo de relación no natural con— los que no están para nada interesados en nosotros o en nuestro testimonio. Estamos llamados a amar a los que sólo parecen estar interesados en sus propias pequeñas vidas (¡como es evidente!) egoístamente. Una vez que empecemos a pensar en estos “otros”, podremos ver la enormidad de la tarea que Jesús nos presenta. Estamos llamados a amar a aquellos que, en la iglesia, o tal vez sólo en la intimidad de nuestras propias mentes, describimos con un lenguaje de juicio y desaprobación como “egoístas”, “tontos”, “imprudentes”, “hipócritas”, “pecadores”, “malhechores”, “mundanos”, los no cristianos, los no adventistas, la gente laica. . . . Todos podemos rellenar lo que falta en esta lista con nuestros propios sellos —nuestro propio lenguaje de desaprobación. Y finalmente, y tal vez lo más difícil de todo, estamos llamados a amar a aquellos dentro de nuestra familia cristiana que piensan de manera diferente a nosotros —y para ellos tenemos un conjunto diferente de etiquetas.

Este es un desafío enorme. Lo más fácil en este contexto, especialmente dentro de la comunión de la iglesia, es especializarnos en las etiquetas —especializarnos en los juicios baratos más que en el amor y la comprensión costosa, concentrándonos en lo que es “correcto” y no en lo que es amar de verdad. ¿Cómo podemos aprender a amar? ¿Cómo podemos aprender a amar? Esta debería ser nuestra única pregunta.

Mi experiencia como consejera me ha enseñado que la gente aprende a amar de una manera principal —al ser amados, al experimentar lo que significa ser parte de una relación amorosa. El primer handicap para muchas personas que vienen a mi consulta en busca de ayuda con sus relaciones es que, de una manera u otra, no han sido amados verdaderamente. No han estado en el extremo receptor del amor saludable. Lo mismo sucede con la vida cristiana. Muchos de nosotros estamos tratando de amar a los demás sin realmente creer ni sentir que somos amados. Estamos tratando de amar, porque sabemos que es un deber. Y pronto nos encontramos con que es una actividad de corta duración. Tratar de amar porque “eso es lo correcto” tiene sus méritos, pero pronto pierde su energía. Para amar se necesita energía. La primera cualidad del amor, dice Pablo en 1 Corintios 13, es que “todo lo sufre”. El que tiene un amor que todo lo soporta, pero sin energía, sin el Espíritu de Jesús, pronto se convierte en alguien semejante a una víctima, en un neurótico.

La energía de amar a otras personas difíciles y poco atractivas, procede de la experiencia y comprensión de que nosotros mismos somos amados. Muchos tenemos parientes cercanos y amigos que llaman nuestra atención a los rasgos difíciles y poco atractivos de nosotros mismos, o de nuestro comportamiento, que preferiríamos ignorar. El corazón del evangelio consiste en saber —no sólo en nuestras cabezas sino también en nuestros corazones— que adoramos a un Dios-hombre que ama incluso las partes oscuras de nosotros mismos, ¡aquellas que nos gustaría golpear y dejar en la cuneta! La energía para amar a los demás, incluso a nuestros enemigos, viene del conocimiento de que todo lo que somos es amado y aceptado —que aun cuando seamos tercos, y orgullosos, y mezquinos, y necios, y codiciosos, y …………………. (¡complete su peor descripción de usted mismo escribiéndola aquí!), aún así somos amados.

Cuando nos fijamos en el Modelo presentado en los Evangelios, nos encontramos con un Dios-hombre que no sólo aceptaba a las personas tal como eran, sino que le gustaba estar con ellas —incluso con las personas más groseras y poco atractivas. Nos encontramos con un Dios-hombre con una energía única e ingeniosa, una fuente inagotable de amar de manera inteligente, creativa y constructiva —es decir, de responder a las tendencias destructivas del mal y a las inseguridades que encontró en los hombres y mujeres a su alrededor. Un Dios-hombre que estaba dispuesto a estar “con” la gente incluso cuando ellos no lo comprendían y lo rechazaban, a él y a sus ideas. Un Dios-hombre que dio el ejemplo de una extraordinaria capacidad para absorber la violencia, sin devolverla —una cualidad muy necesaria al comenzar la segunda década del siglo XXI.

¡Cuando seamos capaces de atrapar el más mínimo atisbo de ese amor y comprensión, que se extendió hasta la escoria del mundo que rodeó a Jesús, y percibamos –aún débilmente— la idea de que hoy sigue ofreciéndose a la escoria de la tierra y a nosotros también, nuestra respuesta a ese amor, nuestra gratitud por ese amor, empezará a hacer crecer en nosotros una pequeña chispa de amor, de paciencia y comprensión por las personas de este mundo que están, como nosotros, carentes de ese amor!

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