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Apartándose del pecado

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

Trabajando con los reclusos en una cárcel del condado durante el internado de una capellanía hace algunos años, escuché con regularidad una historia tras otra acerca de la desgarradora lucha por hacer lo correcto. Y había tanta lucha—la lucha por estar “limpio”, la lucha por permanecer limpio, la lucha por hacer reparación, la lucha por salir de la vieja vida, la lucha para romper los ciclos de violencia y adicción elaborados por generaciones, la lucha por ser amados, la lucha por ser amantes. En sus confesiones me parece oír las palabras de Pablo:

No entiendo lo que hago. Porque no hago lo que quiero hacer, sino lo que odio hacer…. Yo sé que nada bueno hay en mi vida, es decir, en mi naturaleza pecaminosa. Porque tengo el deseo de hacer lo que es bueno, pero no puedo llevarlo a cabo. (Rom. 7: 15—20 NVI)

Como una joven seminarista perteneciente a una familia estable y amorosa, en apariencia yo tenía poco en común con estos reclusos, que a menudo llevaban las heridas y las marcas de una vida brutal. Al mismo tiempo, pude ver en su lucha por la integridad mi propia lucha. Y pude oír las palabras de Pablo en una nueva forma, al contemplar en mí las batallas contra los demonios interiores y al considerar las raíces más profundas de la miseria en esta guerra conmigo misma.

Cuando hablo del pecado, entonces, prefiero no usar la palabra. Prefiero escuchar la historia que hay detrás de esa palabra y lo que significa para la persona que la está usando. Preferiría renunciar a los juicios moralizantes que tan a menudo cargan cualquier debate sobre el pecado y, en lugar de eso, prefiero sentarme sin enjuiciar, con el reconocimiento silencioso de que cada uno estamos en una lucha por algo que todavía no hemos aprendido a incorporar por más de un momento a la vez. Prefiero caminar con otros peregrinos para descubrir por nosotros mismos el/los camino/s de la liberación de esa trampa pegajosa que Pablo ha dibujado tan hábilmente mediante las palabras.

¿Por dónde empezar, entonces, en una discusión sobre apartarse del pecado? Y cuando hago uso de la palabra pecado, no sólo me refiero a los famosos pecados grandes—los amenazantes, los Diez tallados en piedra—y sus derivados. Por el pecado me refiero a todo lo que nos separa de Dios en nuestras vidas, y que además creo que incluye todo lo que no se basa en el amor y la compasión.

Ciertamente, esta es una definición de pecado muy simplificada, general, y ampliamente abarcante. Pero es una definición que me asusta más que la de cualquier conjunto de diez normas concretas para la vida diaria. Por lo general, puedo seguir las reglas bastante bien. Pero las normas apuntan a cultivar la vida interior, que es lo que yo puedo perder de vista totalmente en el servicio del legalismo, y esto me parece tan difícil y frustrante como francamente aterrador.

El alejamiento del pecado presupone la capacidad de hacerlo, una capacidad que depende de la libre voluntad. Entonces, si somos tales agentes libres, intentemos los siguientes ejercicios:

  1. ¡Silencie los balbuceos de su mente, ahora! Siéntese durante cinco minutos en la clara luz del amor de Dios, sin un solo pensamiento errante, imagen, elemento de la lista de compras de comestibles, azar de la memoria, o suspiro aburrido.
  2. Practique el amor—el amor ágape: “el amor consciente y desapasionado está más allá de todo sentimiento de amor y odio” hacia todas las criaturas de Dios, hacia cada una, sin excepción. ¡Hágalo ahora!1 Emane la luz de Dios a través de usted como si tuviera uno de los secretos del sol ardiente en la constante y preciosa mirada de sus ojos, en cada momento de cada día. ¡Vamos, adelante. Hay tanto que amar!
  3. Sacuda esa sombra que se cierne sobre su cabeza, las intrincadas formas en que su mente ha reprimido todas las partes no deseadas de usted que ahora designa con la palabra mal. Sí, esa sombra. Invítela a la cena. Cortéjela, atráigala. Siéntese junto a ella y sostenga su mano. Diga: “Has sido hecha con temor y maravillosamente, y ahora debes ver esto y actuar en consecuencia”.
  4. Hagas lo que hagas, no lo realces con el foco de luz fluorescente que guardas para las ocasiones especiales, cuando sientes la necesidad de confesar compulsivamente. Esto no es un interrogatorio. La tortura, cualquiera sea su nombre, no está permitida. Por el contrario, siente compasión por las mismas cosas que has odiado en ti. Y mira a la gente que has odiado—Oh, ya sé que nunca lo vas a admitir—odiar es tan menospreciado en estos días.
  5. Pero míralos a todos ellos de todos modos—no, míralos para ver si puedes encontrar su sombra, y si su sombra y la tuya pueden ser en realidad gemelas. A continuación, mira de nuevo y ve si su corazón y el tuyo podrían llevar las huellas de lo sagrado del universo. Y si puedes encontrar esa santa señal de amor que une a toda la Creación, ¡vive según esa realidad ahora!, y que sea el punto de partida para toda acción.

Para aquellos de nosotros que somos tan defensores de la libre voluntad, es una especie de vergüenza reconocer que no tenemos mucho control sobre nuestras propias mentes, que es la verdadera causa de que surjan los pensamientos y sentimientos “pecaminosos”.

En la discusión de esta semana sobre el apartarse del pecado, me resulta curioso oír cómo la gente cree que es posible empezar siquiera este movimiento. Juan, tal como ha llegado a nosotros a través de la Guía de Estudio de esta lección, parece creer que es bastante simple: “No pequéis. Confiad en Jesús cuando lo hagáis”. Pero en su libro El Cristianismo Perdido, Jacob Needleman llega a la conclusión de que las virtudes que comúnmente los cristianos celebramos, y que tratamos de vivir en nuestras vidas, en sí mismas son inalcanzables para la mayoría de nosotros, dado que todavía no hemos adquirido el dominio de la mente y el desarrollo del alma para que podamos incluso elegir entre el pecado y el amor, elegir vivir como Cristo.

“¿Cuántas personas siquiera tienen la idea de que las virtudes cristianas conocidas, por las que la mitad del mundo trata de vivir, presuponen el desarrollo en sí mismo de una calidad de conciencia que es extremadamente rara y difícil de adquirir?”2 El elemento perdido del cristianismo, entonces, es el vínculo—un “cristianismo intermedio”—entre el estado en que nos encontramos ahora—en esta existencia gobernada por el ego / Mente que ni siquiera tiene control sobre sus propias automatizaciones—y el cumplimiento de la orden de amar como Dios, algo que no puede, de hecho, ser mandado (ver el ejercicio Nº 2 anterior).

¿Cómo podemos regresar al estado intermedio que Needleman dice que está representado por Adán antes de la caída? Ese lugar donde podemos saludar a Dios como una realidad—manteniendo ese conocimientos que centra la atención en un amante / amado—y no casi como una creencia o un concepto que puede funcionar a través de nuestras mentes como uno entre un millar de pensamientos y sentimientos, que aparecen por un momento y luego desaparecen.

Por lo tanto, nuestro primer trabajo no está en el alejamiento del pecado, sino en la conversión hacia el interior de la naturaleza de nuestra propia existencia, nuestra interrelación con toda la Creación, el conocimiento de Dios dentro y fuera. No podemos darle la espalda al pecado si no sabemos hacia dónde nos dirigimos, hacia qué nos abrimos, qué o quién nos transforma y en quién reposamos.

Por lo tanto, para el momento actual, veo la tarea de apartarme del pecado como algo demasiado avanzado para mi mente salvaje y en plena ebullición. Voy a tratar de ser una persona ética, sí. Tal vez incluso buena, algunas veces. Pero para apartarme de esta cosa que llamamos “pecado” necesitaré algo que sólo he encontrado a través de los chismes de los místicos, y en las raras indicaciones de gracia que aparecen en mi vida en momentos inesperados—una conexión con Dios de manera tan real y presente que toda mi vida, el cuerpo, la mente y el alma, estén impregnados de la misma. Ese lugar donde Dios no es sólo una creencia, sino un conocimiento que mi corazón no puede violar, que no puede pecar en su contra. Ese lugar dentro del cual la guerra termina.

Notas y referencias

1. Richard Smoley, Cristiandad interior: Una guía para la tradición esotérica (Boston: Shambhala, 2002), 190.

2. Jacob Needleman, El cristianismo perdido: Un viaje de descubrimiento al centro de la experiencia cristiana (Longmead: Elemento Libros), 154.

Heather Isaacs Royce escribe desde el Valle de Napa, California, donde trabaja como capellana de un hospicio.

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