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Columna: Eliminemos la Hiper Ortodoxia

(Traducido por Claudia Argueta y editado por Enrique Espinosa)
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“Cuando me bauticé, tuve que prometer que no usaría plumas.” Mi amigo James Reece me dijo esto hace algunos meses, cuando asistíamos a un retiro, y me quedé con la boca abierta. Días después me mandó una copia de su certificado bautismal, y pude ver –no estoy bromeando– que la pregunta número nueve decía: “¿Está dispuesto a seguir la regla bíblica de vestirse modestamente, y abstenerse de usar plumas?” ¡Increíble!
Reece, quien se acordaba perfectamente de esta pregunta, fue bautizado el 19 de diciembre 1936. Me di cuenta de que las “plumas”, en aquellos tiempos, eran partes ostentosas de los sombreros (y quien sabe de qué más). Me imagino que más de alguien habrá luchado durante años por conservar esa prohibición acerca de las plumas en la lista de “adornos” ostentosos, pero finalmente las plumas fueron sacadas de la lista. Si se pusieran de moda otra vez, me imagino que nadie en las juntas de la Iglesia Adventista objetaría de nuevo a las plumas.
No sólo las “normas” de la iglesia terminan siendo diferentes con el paso de las décadas; las doctrinas también se desarrollan y cambian. Muchos adventistas estarían sorprendidos al saber que los pioneros una vez pensaron que la “puerta” de la salvación estaba “cerrada” para cualquiera que no aceptara la doctrina Millerita de que Jesús regresaría en 1844. Estarían igualmente sorprendidos de que la Trinidad ni siquiera fue mencionada en las primeras declaraciones de sus Creencias Fundamentales, y de que por décadas, los líderes de la iglesia no creían necesario mandar misioneros a otras partes del mundo.
Cuando Elena de White murió en 1915, ciertos miembros de la iglesia, como Bull y Lockhart, dijeron que la iglesia había perdido su “principal medio para autorizar alguna innovación”. 1 La Sra. White apoyó la constante lucha para lograr una mejor comprensión, y mientras ella estaba viva, las conversaciones eran fluidas. Más tarde, los que quedaron se dedicaron más a conservar la visión que tenían, en vez de procurar una visión que fuera mejor y más fiel. Repentinamente, ciertas voces adventistas tomaron partido por una ética de hiper ortodoxia, que llegó como una mala gripe y detuvo toda innovación.
Los mismos escritores dicen que en los años 1960 se abrió una puerta a nuevos pensamientos e ideas. Pero en los años 80, muchos líderes Adventistas querían cerrar esa puerta nuevamente, y esto se simbolizó por medio de una declaración de 27 “Creencias Fundamentales.” Siempre he pensado que el preámbulo de ese documento es un saludable reconocimiento de que Dios quiere mantener un diálogo, y que Bull y Lockhart pasaron por alto eso. Pero tengo que admitir que muchas veces el preámbulo es ignorado. (En 1988 la Conferencia y Asociación General Ministerial, publicó un libro en el cual se exponían las Creencias Fundamentales y se dejó fuera el preambulo2).
Alguna vez sentí que esa puerta se cerraba. Al principio de los años 1990, un artículo que yo escribí acerca del significado de la muerte de Cristo, hizo que se cuestionara una palabra de entre las 120 que forman la Creencia número 9. La palabra en la cual me enfoqué ni siquiera aparece en la Escritura, pero la idea ha sido dada por sentada. Estaba mostrando un nuevo punto de vista.
Robert Folkenberg, en aquel entonces presidente de la Conferencia General, creyó que mis esfuerzos eran equivocados, y comisionó a dos de sus colegas, Calvin Rock y Humberto Rasi, para que me lo hicieran saber. Ambos hablaron conmigo, y los dos fueron corteses e insistentes. Yo necesitaba, de alguna manera, dar a conocer públicamente un cambio en la manera de pensar.
Rasi transcribió la conversación que tuvimos, y al día siguiente me dio una copia, que todavía tengo. Ya que yo no cambiaría mi modo de pensar, él estaba pidiendo que “el cuerpo de acreditación denominacional” mandara una advertencia, o un posible “estado probatorio” a la escuela que yo estaba dirigiendo.
Al final, gracias a los esfuerzos generosos de mi jefe Ralph Martin, esta amenaza no prosiguió de parte de sus autores. No pasó nada sísmico, y cualquiera hayan sido los efectos, todavía sigo siendo empleado de la denominación –y sigo teniendo una gran pasión por el Adventismo.
Pero, ¿por qué no poner una estructura defensiva alrededor de la doctrina? ¿Por qué no rechazar los desafíos? ¿Por qué no apagar todo intento de innovación?
Por un lado, el hacer esto sería burlar al Espíritu Santo. Cuando Jesús prometió a sus seguidores que seguiría con ellos por medio del Espíritu, dijo: “Muchas cosas me quedan aún por decirles, que por ahora no podrían soportar. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta sino que dirá sólo lo que oiga y les anunciará las cosas por venir” (Juan 16:12, 13).
Por otro lado, rechazar los desafíos contradice las primeras palabras de la declaración de las Creencias Fundamentales. Estas palabras dan la bienvenida al Espíritu Santo, e imaginan que es posible una “mejor comprensión” y un “mejor lenguaje” que el que tiene el documento mismo. De acuerdo a sus propios métodos, la declaración de Creencias Fundamentales puede ser revisada.
Finalmente, si se pusiera un foso defensivo alrededor de la estructura de la doctrina, se mataría al Adventismo.
Ninguna institución humana prospera bajo una prohibición de innovar. Acabo de leer un libro titulado Better (Mejor) escrito por el autor Gewande, acerca de cómo mejorar la ejecución de un trabajo en la medicina. El autor dice que un requisito para el cuidado efectivo de la salud es el “ingenio,” que él define como “pensar algo nuevo”. Pero eso nunca es fácil. Ni siquiera la “inteligencia superior” es suficiente. El éxito depende del “carácter”. Y ¿qué sucede cuando se tiene el carácter correcto? Que uno está dispuesto a “reconocer los errores”. Uno se rehúsa a “tapar lo malo con papel”. Uno está listo y dispuesto a “cambiar”. 3
Eso es importante para la medicina, y ese también es el espíritu que la Biblia recomienda para los seguidores de Cristo. Por la gracia de Dios uno admite sus errores y trata de crecer. La meta siempre está enfrente de uno. La innovación o cambio –por medio de la fe– es la manera natural de vivir.
Pensar es simple, sin embargo no es fácil. “El mejorar”, como dijo Gewande, “es una labor perpetua”.
Tanto en el pensamiento como en la práctica, uno puede abrazar esta labor de cambio permanente sin necesidad de decir que cualquier cosa está bien. Ninguno de nosotros tiene la última palabra en la ortodoxia, pero la ortodoxia es importante. Mi propia idea es que, al ser Adventista, uno tiene que estar de acuerdo, como mínimo, en algo como esto: En respuesta a la gracia y la paz de Cristo, y en vista de la esperanza de su regreso, prometemos que cambiaremos al mundo mediante la obediencia a los mandamientos de Dios y la fe de Jesús.
Este es solamente un punto de vista. Pero mayores conversaciones acerca de la nueva ortodoxia animarían a la iglesia. La hiper ortodoxia es resistente a la innovación, le teme al Espíritu Santo –tiene la capacidad de matar. En otras palabras, la hiper ortodoxia es el muro de Berlín que está puesto entre el presente y un mejor mañana para el Adventismo. A no ser, por supuesto, que se rompa y caiga.
REFERENCIAS:
1. Malcolm Bull y Keith Lockhart, Seeking a Sanctuary: Seventh-day Adventism and the American Dream, 2ª ed. (Bloomington: Indiana University Press, 2007), 105.
2. P. Gerard Damsteegt, autor principal, Seventh-day Adventists Believe…: A Biblical Exposition of 27 Fundamental Doctrines (Washington, D.C.: Ministerial Association, General Conference of Seventh-day Adventists, 1988). En la tercera impresión (si no en la segunda) las palabras del preámbulo fueron restauradas –pero entre las consideraciones introductorias, y no en el lugar de honor que habían tenido, al comienzo de la declaración. En la Web, Damsteegt se identifica a sí mismo como el autor principal; el preámbulo del libro dice que él escribió las versiones iniciales de cada capítulo. Agradezco a Alden Thompson por darme estos detalles.
3. Atul Gewande, Better: A Surgeon’s Notes on Performance (New York: Henry Holt, 2007), 9.

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