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“Morad conmigo”

 

Por Anthea Davis

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

En el año 2001 co-lideré un grupo de 16 personas en un viaje misionero a Kenia, donde, a través de la ayuda de la comunidad de Newbold College, financiamos y ayudamos a construir una iglesia y centro comunitario.  Finalmente llegamos a Imbo, un pueblo muy cercano al lago Victoria, después de un viaje tumultuoso de catorce horas manejando.  Mis primeras impresiones de Kenya fueron idílicas.  Cebras cruzando la calle, chozas de barro muy bien hechas, situadas asimétricamente, y el sol cayendo a plomo sobre los caminos polvorientos. Sin embargo, la realidad de la situación era más compleja de lo que mis primeras impresiones románticas podían sugerir.

Las condiciones de vida difíciles y la muerte nunca estaban muy lejos.  El SIDA, la enfermedad de la que en realidad nadie hablaba, había cobrado muchas vidas; el desempleo y la pobreza eran los porteros no invitados de la comunidad.  Con múltiples muertes en cada familia y dificultades por todos lados, uno podía preguntarse si habría algo de lo que la gente pudiera estar agradecida.  Sin embargo, me encontré con la exhuberancia de la comunidad de la iglesia local, con la alegría de sus cultos y con un pueblo hospitalario y fuerte.  Recuerdo que pensé que si me tuviera que enfrentar a las calamidades que esta gente tenía, sería comprensible que estuviera en terapia psicológica, tal vez con antidepresivos, y los que me rodean podrían compadecerse de mi constante zozobra al borde de un colapso mental.  El pueblo de Kenia mostraba una resiliencia tal, que me hizo reflexionar con preguntas radicales sobre mi propia capacidad occidentalizada de hacer frente a grandes pruebas.

Entonces, ¿es malo estar en agonía y sufrimiento visible debido a las luchas y dolores de la vida?  En verdad, no.  La resiliencia se define como “el poder o la capacidad de volver a la forma o posición original, después de ser presionado, doblado, comprimido o estirado.  Elasticidad” (www.dictionary.com).  La vida a veces nos doblega, nos comprime y nos estira de las maneras más dolorosas que jamás hubiéramos imaginado.  Elías tuvo pensamientos suicidas (1 Reyes 19:4), las reflexiones de David en los Salmos, como se destaca en la lección de la semana pasada, son evidencia de una mente perturbada (Sal 55:4-5), Job maldijo el día en que nació (Job 3: 1), Jesús se entristeció hasta el punto de la muerte (Mateo 26: 38).  Nuestros líderes cristianos sufrieron enormes depresiones, que han quedado como testimonios para todos los que pasamos por dificultades.

Apropósito introducimos a nuestros jóvenes en el estudio de las dificultades a través de nuestros sistemas educativos, contándoles las historias de los holocaustos, de la esclavitud y las guerras.  He enseñado Historia en la escuela secundaria durante varios años, y quedé sorprendido cuando me enteré de que, a pesar de que 58.000 soldados estadounidenses murieron en la guerra de Vietnam, se suicidaron más soldados veteranos que los que habían muerto en la guerra.  Los veteranos también eran “mucho más propensos que el resto de la población a sufrir ataques de pánico, depresión, adicción a las drogas, divorcios y desempleos” (Steve Wraugh y John Wright, Las relaciones de las superpotencias y Vietnam, 1945-1990).  Los horrores de la guerra eran demasiado difíciles de soportar, y las cicatrices físicas y emocionales, muy profundas para estas personas.

Sin embargo, nuestros personajes de la Biblia reaccionaron a sus pruebas de manera diferente.  Elías comulgó con Dios en el Monte Horeb y regresó a sus funciones (1 Reyes 19:11-18); David afirmó que Dios le sostendría (Salmos 55: 22); Job atestiguó que, aunque tuviera que morir, todavía seguiría confiando en Dios (Job 13:11-15); y Jesús entregó su voluntad a la de su Padre (Mateo 26:39).  Todos tenían esperanza más allá de sí mismos y de su situación, creyendo que Dios, en última instancia, estaba en control.  La fe y la confianza en Dios tienen el poder de traer de nuevo la elasticidad a una vida atribulada y desgastada.

Una prima mía, que no es cristiana, hizo una vez una declaración que nunca voy a olvidar.  Dijo: “Ustedes, los cristianos, se enojan y casi pierden su fe cuando algo malo les sucede. 

Sin embargo, cosas malas sucedieron a otras personas a tu alrededor antes.  Sólo cuando se convierte en tu problema personal, llega a ser un problema realmente.  Si yo fuera cristiana, sólo sabría que las cosas malas pasan, y si me pasaran a mí no afectarían mi fe” (Paráfrasis).  Aunque éste no sea el caso de todos nosotros, creo que ella tiene razón.  Philip Yancey escribió un libro para los cristianos titulado Decepcionado con Dios, en el que “considera la fe a través de los ojos de los que dudan” (Philip Yancey, Decepcionado con Dios, Zondervan: 1988, Prólogo).  Sin embargo, en todas las crisis siempre existe la posibilidad de que cedamos o salgamos airosos, o simplemente darnos la vuelta y culpar a Dios.  Si esto no fuera así, no estaríamos en el proceso de ser atribulados.

El apóstol Pablo es, sin duda, un poster o cartel distintivo para la resiliencia.  Él hace un catálogo de las dificultades que ha ido experimentado por causa de Cristo: azotes, encarcelamiento, naufragios (2 Corintios 11:23-28), así como el aguijón en su carne (2 Corintios 12:2-10).  Sin embargo, su clamor es una manifestación clara de la victoria sobre las circunstancias:

 
“Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; perplejos, pero no en la desesperación; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos” (2 Corintios 4:8-9).

En efecto, la vida es difícil, como ya M. Scott Peck escribió en su libro, El camino menos viajado, un libro que leí con avidez hasta la sección final, donde se aventura en el terreno de la espiritualidad.  Me sirvió mucho darme cuenta de que la vida puede ser difícil, y sin embargo no estoy abandonada, debido a la presencia permanente de Dios.

 
“Abide With Me” [“Morad conmigo”] es el himno que se ha vuelto tan asociado a los funerales que sólo los valientes lo cantan en cualquier otro servicio de la iglesia, pero las palabras escritas por Henry France Lyte, mientras estaba muriendo de tuberculosis, son una bella y concisa respuesta a por qué debemos seguir siendo resilientes como cristianos:

Notemo a ningún enemigo, contigo a la mano para bendecirme;
los males no tienen peso, ni las lágrimas amargura.
¿Dónde está el aguijón de la muerte?  ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?
Aúntriunfaré, si tú estás conmigo.

Todos nosotros, en algún momento, podemos caminar por el valle de sombra de muerte, con todo el rico significado metafísico que este verso contiene.  Para el cristiano, la resiliencia es la capacidad de “no temer mal alguno”, simplemente porque Cristo está con nosotros.  Es la capacidad de reconocer que hay miles de formas en que la naturaleza y la humanidad torcida pueden tratar de oprimirnos, deprimirnos y suprimirnos, pero aún así podemos confiar en Dios y, aún sintiendo una gran angustia, estar en paz.

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