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El don de la profecía en Israel y la Iglesia

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

En 1 Samuel, encontramos a Ana en el templo clamando desesperadamente a Dios acerca de su esterilidad, después de años de burlas de la mujer fértil de su marido, Penina. Según la historia, Dios responde a sus clamores y así la libera de las consecuencias sociales de su infertilidad—es decir, su desconexión de la vida de su pueblo—al mismo tiempo que otorga un gran profeta a Israel. En 1 Samuel 2, oímos la oración de Ana que deja a su pequeño hijo, Samuel, en el templo con el sacerdote Elí. “Mi corazón exulta en el Señor, mi fortaleza es exaltada en mi Dios. Mi boca ridiculiza a mis enemigos, porque me regocijo en su victoria. No hay Santo como el Señor,…no hay Roca como nuestro Dios”.

Como madre de cuatro niños pequeños que soy, siento que resuena en mis oídos el alegre reconocimiento de Ana por la obra liberadora de Yahvé en su vida, mientras reflexiono sobre los textos de la lección de la Escuela Sabática de esta semana. Esta lección nos invita a considerar dos temas, en el contexto de la elección divina de Israel: primero, la educación de los jóvenes israelitas, y segundo, el don de profecía tanto para Israel como para la iglesia. Estos temas, junto con la historia de Ana, me llevan a preguntar: ¿Qué tienen que ver la enseñanza y la instrucción con la obra de liberación de Dios? ¿Por qué tantos de nosotros, niños y adultos por igual, no aprendemos de la enseñanza formal que recibimos en casa, en la iglesia y en la escuela, a depender totalmente del Señor, nuestra Roca, para nuestra liberación? ¿Por qué a menudo tenemos que pasar por una terrible aridez espiritual, antes de que podamos realmente entender la verdad que Ana encontró al final de su calvario, que “no hay Roca como nuestro Dios”? (Compárese con Isa. 44:8). Y, por último, ¿qué tiene que ver esta revelación con el don de profecía en la iglesia?

Al igual que los israelitas cuando luchaban contra los amalecitas bajo el liderazgo de Moisés, no podemos superar a las fuerzas empeñadas en nuestra destrucción sin mirar a los “funcionarios de Dios” levantados en alto en medio de nosotros. Nuestros maestros y predicadores ponen en alto al personal de Dios en nuestros días, repitiendo la historia de la salvación desde los tiempos pasados hasta el presente (Éxodo 17:14). Pero incluso aquellos que fielmente asisten a la Escuela Sabática y aprenden sus lecciones, pueden caer en la trampa de la idolatría. Aunque no rendimos culto a ídolos de madera y piedra, como los antiguos israelitas fueron tentados a hacer, sin querer las comunidades cristianas creamos estructuras sociales “idólatras” que forman a los miembros que viven en ellas. Con demasiada frecuencia estas estructuras sociales participan de los valores y las prácticas de las culturas circundantes en vez de ser transformadas por los intentos liberadores de nuestro Amoroso Redentor.

Por ejemplo, aunque las madres cristianas somos herederas de las riquezas del Antiguo y del Nuevo Pactos (véase Exod. 34:27), a menudo nos resistimos al llamado a participar, como discípulos de Cristo, en la obra redentora de Dios en el mundo, utilizando los dones que Dios nos ha dado. En lugar de ello, idolátricamente optamos por seguir las normas convencionales de animarnos a hacer de nuestros hijos, o de nuestro desempeño como madres, el centro de nuestra atención. Se convierte en nuestro principal objetivo dar a nuestros hijos todas las oportunidades de “éxito”, tal como se define por la sabiduría mundana. O bien, nuestras buenas intenciones nos llevan a tomar demasiada responsabilidad para la salvación de nuestros hijos, en la creencia de que podemos garantizarla por medio de la enseñanza de todos los preceptos de la fe (incluyendo las enseñanzas sobre la salud—véase Lev. 11:1–8), olvidando que su salvación depende en última instancia del trabajo del Espíritu de Dios en toda la iglesia y en el mundo.

La iglesia, sin embargo, a menudo se hace cómplice en esta idolatría. No damos correctamente nuestro testimonio profético por la manera en que “vivimos la vida de la iglesia” y cuidamos de nuestros niños. Como el resto de la cultura occidental, los cristianos viven principalmente en familias nucleares aisladas que asisten principalmente a sus propias necesidades económicas y sociales, en lugar de ir más allá de sí mismos para construir redes de apoyo y amor entre los miembros. Tales estructuras sociales redimidas podrían liberar a todos los miembros de la comunidad de la fe para participar en el trabajo redentor de Dios y dar testimonio de su bondad, no sólo las madres que cuidan niños o a personas mayores dependientes. Sin embargo, como el antiguo Israel, nos olvidamos de confiar en Dios para nuestro bienestar material y emocional. Nuestro miedo resultante nos lleva a descuidar las necesidades de aquellas personas en el Cuerpo de Cristo que luchan financieramente, o con sus relaciones, con las adicciones, o con los problemas prácticos que implica la educación de los hijos o el cuidado de ancianos dependientes. Al no reconocer el valor de este trabajo no remunerado, y de hacer nuestra parte en cuidar a los jóvenes y a las personas de edad avanzada, a fin de que los cuidadores puedan usar sus otros dones en la iglesia y en la comunidad, nuestras iglesias niegan el testimonio profético al que el Evangelio nos ha llamado.

¿Qué enseñanza tiene el profeta Isaías para la iglesia acerca del liberador don de la profecía para la iglesia? Al igual que Ana, el pueblo de Israel tuvo que pasar por un período de esterilidad, antes de poder decir a sabiendas “no hay Roca” como nuestro Dios (Ver Isa. 44:8). Israel fue dividido por ejércitos invasores, exiliado de su patria y dejado en la indigencia, porque olvidó a Yahvé, el Dios que les dio a luz y los alimentó espiritual y físicamente (véase Isa. 42:14; 44:1–2, 45:9–11, y Isa. 49:14–16). A pesar de la infidelidad e ingratitud de Israel, Dios los llamó a salir de su esterilidad. Dios recordó al pueblo de Israel cuál era su propósito eterno, incluso cuando se dieron cuenta de que su “trabajo ha sido en vano” y que había “consumido” sus fuerzas (Isaías 49:4). Dios les recordó que sólo el Señor era su Redentor—y que ante su esterilidad, la compasión maternal de Dios les pudo dar hijos de entre los gentiles. Isaías les dice que no serán menos que los reyes, que traerán en brazos a sus hijos adoptivos y en sus hombros a sus hijas, y que las princesas que serán nodrizas de los menores que repoblarán sus tierras (Isaías 49:22–23).

La experiencia de Israel enseña a la Iglesia que el don de la profecía es, y siempre será, un llamado a salir de nuestra manera idólatra de vivir, a arrepentirnos, y a recibir la gracia de la salvación de nuestro Dios Redentor. A medida que renunciamos a nuestras aspiraciones a la autosuficiencia, ya sea como individuos, familias, o grupos religiosos o étnicos, y asumimos nuestra esterilidad como un don de Dios, abriéndonos a la provisión del amor insuperable de Dios, podremos convertirnos en la “luz de las naciones” que deberíamos ser. Sólo si somos colmados de este amor, podremos ir más allá de nosotros mismos para formar comunidades de fe amantes y solícitas. De esta manera, nuestro Redentor podría liberarnos para que lleguemos a convertirnos en el solícito y amante Cuerpo de Cristo, facultado para alcanzar a los más débiles de sus miembros, permitiendo que cada uno pueda utilizar sus dones para la gloria de Dios.

Anne Collier-Freed, Ph.D., es capellana del Hospicio Bristol, en Salt Lake City, Estado de Utah, EE.UU

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