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Los dos planos de la libertad

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Desde el punto de vista bíblico, la libertad se entiende en dos planos diferentes, que están estrechamente relacionados, pero que es imprescindible saber diferenciar. Los podemos denominar de varias maneras: uno sería la libertad formal, externa o relacional y otro la libertad plena, interna o espiritual.

La libertad formal, externa o relacional

Por su propia naturaleza, la forma que tiene Dios de relacionarse con sus criaturas es la libertad. Lo observamos desde el momento en que no puede ocultar a Adán y Eva que existe el mal, y estos deben elegir entre creerle a él o dudar de él. Y, aunque especular sobre ello es entrar en un terreno misterioso, sabemos que antes de la creación de este mundo Lucifer optó por rebelarse ante Dios, algo que habría sido imposible de no haber existido libertad para ello.

Esa libertad de elección recorre toda la Biblia. Y, como muy bien explica Evelyn Vaughn en su artículo Libertad para elegir mal, no sólo es uno de los fundamentos de las relaciones entre Dios y los seres humanos, sino que también es la base para defender una libertad religiosa incondicional y universal, para quienes creen como nosotros y para quienes creen de forma diferente o contraria a la nuestra.

Es más –y esto es algo que a muchos nos cuesta entender, y más practicar–: la libertad es la base para todas las relaciones humanas sanas, en todos los ámbitos: la amistad, la familia, la iglesia… Esta libertad formal, que consiste en el derecho a elegir, es por tanto una libertad relacional. La imposición puede lograr conductas concretas de los demás, pero jamás construirá una relación, sino que la destruirá. Incluso en relaciones menos voluntarias, o en las que existe una jerarquía de autoridad, como en el ámbito laboral o educacional, sabemos que los mejores líderes son quienes dejan mayores cotas de libertad a sus subordinados, y no quienes se muestran autoritarios, dirigistas o manipuladores.

Quien da libertad a las personas con las que se relaciona, se arriesga a que elijan opciones que él no elegiría; pero conseguirá que esas personas actúen según su conciencia y se entreguen plenamente a la causa en la que están implicados. Igualmente, Dios nos ama tal y como somos, y en la naturaleza de las personas, antes de la caída y después de la caída, está inscrita la libertad. Él no puede aceptar una entrega motivada por el miedo, las presiones o cualquier otro condicionante que contamine nuestra decisión; él sólo espera que nos entreguemos plena y libremente a él.

Libres y no libres

Ahora bien, ¿y si decidimos rechazar a Dios? ¿Seremos todavía libres? Sí y no.

Sí, porque por nuestra propia naturaleza de criaturas de Dios, naturaleza que comprende la libertad como rasgo inalienable, nuestro rechazo de Dios forma parte de esa libertad. Estamos perdidos porque hemos elegido estarlo. Nuestra condición es fruto de nuestra libre elección. Por eso todos deben respetarla. Por eso debemos defender la libertad religiosa y de conciencia hasta sus últimas consecuencias.

Ahora bien, no somos libres en cuanto al segundo plano de la libertad. La Biblia insiste una y otra vez en que si no nos sometemos a Dios, nos sometemos al pecado y al diablo, y por tanto no somos plenamente libres, sino que somos esclavos: «¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerlo, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte o sea de la obediencia para justicia?» (Romanos 6: 16).

La libertad plena, interna o espiritual

¿Por qué esta paradoja? Porque Dios no sólo quiere que seamos libres para elegir; también quiere que lo elijamos a él, porque nos ama, y sabe que seremos felices optando por él, e infelices dándole la espalda. Pero, al igual que el padre de la parábola del hijo perdido, su amor por tenernos es tan grande como su amor por nuestra libertad de elegir, y por ello no nos presionará ni nos chantejeará para retenernos; sólo nos “constreñirá” mediante la fuerza de su amor (2 Cor. 5: 14; este es un precioso texto cuya traducción tradicional suena bastante mal; según otras traducciones más sugerentes, el amor de Cristo “nos apremia” [BJ], “se ha apoderado de nosotros” [DHH], “nos lleva a actuar así” [RVC] o “domina nuestras vidas” [TLA]). «El poder de Dios sólo tiene los límites que nosotros le ponemos, con nuestra resistencia, o con lo que llamamos nuestra libertad, que a menudo es la inercia de nuestra esclavitud» (R. Badenas, Encuentros, Safeliz: Madrid, 1991, pp. 71-72).

Volviendo a la parábola del “hijo pródigo”, ¿creemos que cuando estaba cuidando cerdos, o incluso cuando estaba dilapidando su herencia, era realmente libre? Su situación era fruto de una libre elección, pero él mismo sabía que no era libre. Elegir mal es un derecho que debemos defender para nosotros y para los demás, tanto en las legislaciones civiles como en las relaciones humanas en general; pero debemos saber que elegir mal es un camino de autodestrucción (Rom. 6: 21). Seremos libres externamente, pero internamente seremos esclavos (de nuestras debilidades, de nuestras miserias, de las presiones sociales…).

Bíblicamente, lo que hemos llamado libertad relacional, siendo fundamental y sagrada, no es la libertad plena; es libertad para elegir, es decir, libre albedrío. Para lograr la libertad completa Jesús nos invita a ser plena y espiritualmente libres, algo que sólo él nos puede dar: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Juan 8: 31-32; ver también Lucas 4: 18). Y: «Si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres» (v. 36). Esta libertad es tal, que hasta el esclavo según los hombres puede ser libre en Cristo, y el que se considera libre según los hombres es en realidad esclavo de Cristo (1 Cor. 7: 22). Lo mismo que en Cristo no hay hombre ni mujer, porque todos somos iguales, tampoco hay «esclavo ni libre» (Gál. 3: 28), porque todos somos libres. «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Cor. 3: 17).

«La libertad cristiana no es algo formal como pudiera ser la “libertad académica”, es decir, simplemente un “ser libre” de algo. En general la libertad respecto a una ley o presión particular es meramente externa, y por lo tanto periférica; por el contrario, la libertad cristiana es una cualidad dinámica interna: la esencia misma de la vida de una persona que es “en Cristo”, libre para hacer el bien y agradar a Dios» (D. Lyon, Cristianismo y sociología, Buenos Aires: Certeza, 1979, p. 67).

Por otro lado, la libertad del cristiano es de tal naturaleza que nos incita a someternos a los demás por amor: «Siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar al mayor número» (1 Cor. 9: 19). Quizá nadie haya explicado mejor esta paradoja que Martín Lutero en su preciosa obrita La libertad del cristiano.

La libertad religiosa

Apliquemos estos conceptos a la libertad religiosa. ¿Cuál es el fundamento bíblico de esta? Sin duda, la libertad relacional o formal. Por eso la verdadera prueba de que aceptamos la libertad religiosa es si asumimos el derecho de los demás a “elegir mal”, pues existe el peligro de concebirla fundamentalmente como “libertad para elegir bien”. Por ejemplo, la declaración del Concilio Vaticano II Dignitatis Humanae, que sin duda fue un gran avance en la concepción de la Iglesia Católica sobre este asunto, establece que la libertad religiosa «consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción» de modo que no «se obligue a nadie a obrar contra su conciencia», pero a la vez delimita esta afirmación con algunas cautelas que la relativizan, pues el texto expresa que todos «están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias» (nº 2). Como se puede ver, se mezcla el derecho a elegir (libertad formal) con el deber de elegir correctamente (libertad espiritual, según la doctrina católica en este caso), lo cual empaña la declaración. Ciertamente se reconoce después que «el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella»; se dice que «no puede ser impedido», pero estableciéndose la cautela de que sea «con tal de que se guarde el justo orden público» (ídem), como si la libertad religiosa fuera una concesión, más que un derecho inalienable.

Por ello, no sorprende que este texto, en lugar de marcar sus principales énfasis en defender la libertad de todos por igual, insista defender ante todo la libertad de “la Iglesia” (la suya, claro): «Es ciertamente importantísimo que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción, cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres. Porque se trata de una libertad sagrada […], que quienes la impugnan, obran contra la voluntad de Dios. […] La Iglesia vindica para sí la libertad en la sociedad humana y delante de cualquier autoridad pública, puesto que es una autoridad espiritual, constituida por Cristo». Por ello, prosigue la declaración, la Iglesia Católica debe conseguir una «condición estable, de derecho y de hecho, para una necesaria independencia en el cumplimiento de la misión divina» (nº 13). Como se puede comprobar, esta iglesia mezcla el plano de sus ideales espirituales (libertad entendida como adhesión a su iglesia) con el plano legal, y por tanto acaba defendiendo más el privilegio propio que la libertad de todos.

Remito de nuevo a E. Vaughn para recordar que los adventistas podemos incurrir en un error similar si entendemos que la libertad religiosa es ante todo el reconocimiento legal de nuestras prácticas peculiares (observancia del sábado…). Por eso, siempre que solicitemos (o incluso exijamos) a las autoridades el reconocimiento de nuestros derechos, esta solicitud debe extenderse a todas las demás religiones o convicciones. No debemos pedir leyes para nosotros, sino la libertad de cada uno de practicar su fe o su increencia según su conciencia, como habitualmente exigen tanto nuestra iglesia como la Asociación Internacional para la Libertad Religiosa que ella fundó hace más de un siglo.

Otra tentación consiste en entender que la principal, por no decir la única, amenaza a la libertad religiosa es la ley dominical que entendemos que un día se promulgará… y mientras esta llega o no llega, asistimos impasibles a la conculcación legal y material de derechos y libertades básicas en numerosos países, incluidos los que se dicen democráticos, algo muy común desde el 11-S. La libertad religiosa puede ser la madre de todas las libertades, como se suele decir, pero no hay que olvidar que en última instancia la libertad es una, y la amenaza de las libertades ajenas (religiosas o no) es una amenaza a mi libertad.

Cuidado con mezclar planos

Descendamos ahora hasta nuestras iglesias y hasta nosotros mismos como personas. Corremos un grave peligro de mezclar los dos planos descritos, la libertad relacional y la libertad espiritual.

Como se ha explicado previamente, la libertad plena es más amplia y profunda, y por tanto de algún modo superior a la libertad formal. Además, los hombres pueden privarnos de nuestra libertad formal, pero no de la espiritual, como señala John Stott: «Jesucristo ofrece una libertad interior del espíritu que incluso el tirano más opresor no puede destruir. Pensemos en Pablo en la prisión. ¿Acaso no era libre?» (Christian Mission in the Modern World, Londres: Falcon, 1975, p. 100). La libertad plena en esta vida es un anticipo que Dios nos da de la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8: 21) que alcanzaremos tras su venida.

A veces se tiende a despreciar la libertad formal como un producto de la Revolución Francesa (“libertad, igualdad, fraternidad”) y del liberalismo político, y se contrapone a ella la libertad en Cristo, sin duda más plena. En parte es comprensible por las distorsiones que la política ha introducido en el concepto de libertad, como explica Erich Fromm en una obra escrita en 1976: «La liberación del dominio exterior es necesaria porque [este] merma el hombre, con la excepción de muy pocos individuos. Pero también la exclusiva atención a ella ha hecho mucho daño: […] se ha olvidado por completo que el hombre puede ser esclavo sin estar encadenado. […] No se ha hecho más que trasladar las cadenas, del exterior, al interior del hombre. El aparato sugestionador de la sociedad lo atiborra de ideas y necesidades. Y estas cadenas son mucho más fuertes que las exteriores: porque éstas, al menos, el hombre las ve, pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre» (Del tener al ser, Barcelona: Paidós, 1991, pp. 21-22)

Pero ignorar la libertad exterior es un grave error, porque la libertad plena no comprende la libertad formal, ni la sustituye, sino que ambas operan en distintos planos y, como hemos visto al principio, ambas son sagradas y tienen un fundamento divino. Continúa Fromm señalando que en general la religión (“la Iglesia”, dice él) «sigue hablando sólo de la liberación interior», mientras que los partidos políticos «hablan sólo de la liberación exterior. Sin embargo, vemos claramente en la historia que la una sin la otra da lugar a una ideología que deja al hombre indefenso y dependiente. El único objetivo realista es la liberación total» (ídem, pp. 22-23)

Por ejemplo, cuando en la iglesia reclamamos derechos que como miembros nos corresponden (a ser escuchados, a expresarnos, a conocer y participar en el funcionamiento de la iglesia, a actuar en conciencia…), no se pueden cercenar estos derechos (plano formal) esgrimiendo la idea de que en realidad la única libertad es la libertad en Cristo (plano espiritual). Además, es una gran contradicción defender la libertad religiosa en la sociedad, y negarla en nuestra pequeña sociedad, que es la iglesia, como señala el blog Catacumbas.

Reconocer a los demás la libertad externa es un deber tan sagrado para el cristiano como el de entregarse a la libertad plena. Sólo los opresores suprimen la libertad formal; el cristiano puede renunciar a esa libertad por amor, pero un hermano no puede privársela sin dejar de ser cristiano.

Igualmente, entre cristianos jamás debería recurrirse a la cita de Jesús sobre la “segunda milla” (Mateo 5: 41) para pedir que se haga un esfuerzo especial “por la iglesia” o por cualquier otra causa “sagrada”, pues, como el texto indica claramente, quien lo hace se está poniendo en el lugar del opresor. La segunda milla es un acto de entrega que hace libremente el cristiano por amor a la persona que abusa de él, a fin de llegar a su corazón mediante el precepto de amar al enemigo.

También entre nosotros hay quienes se centran tanto en el sentido más profundo y auténtico de la libertad, la que hemos denominado libertad espiritual, que se sienten obligados a velar por que sus hermanos alcancen esa libertad en Cristo. Pero la libertad –y valga la perogrullada– sólo puede surgir de la libertad. A nadie se le puede presionar para que sea libre en Cristo. En la iglesia nadie debe tener miedo de la libertad de los demás; no es pertinente la clásica sospecha de que la libertad otorgada siempre degenerará en libertinaje, pues debemos asumir que los cristianos no «tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios» (1 Pedro 2: 16). «Vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros» (Gál. 5: 13).

Y en cualquier caso será Dios quien vele por que nuestra libertad sea plena, sin necesidad de que unas personas controlen a otras. Porque «ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación y, como fin, la vida eterna» (Rom. 6: 22).

 

Por Jonás Berea

 

[Imagen: Fotograma de la película ‘Camino a la libertad’ de Peter Weir (2010).]

 
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