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Libertad para elegir mal

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Es conveniente que periódicamente recordemos la importancia de la libertad religiosa (a la que algunos llaman “la primera libertad”). Sin embargo, demasiado a menudo los adventistas pensamos en ella como nuestra libertad para practicar nuestra fe, más que en la libertad de religión en cuanto tal; o pensamos en ella en términos puramente apocalípticos, dado que la Escritura profetiza que perderemos nuestra libertad religiosa al final de los tiempos. Pero la libertad religiosa es más que eso. La libertad religiosa es fundamental para la vida cristiana, porque está enraizada en el amor de Dios por la humanidad. Y la libertad religiosa también es algo que deberíamos defender para todos, no sólo para nosotros, y no sólo con la vista puesta en el futuro apocalipsis. La libertad religiosa es una expresión del carácter divino y del amor divino.

Lucas 15 comprende tres parábolas: las historias de la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Las tres responden a la burla santurrona de los escribas y fariseos: «Éste recibe a los pecadores y come con ellos» (Lucas 15: 2). Mientras que la esencia de las historias nos puede resultar familiar a la mayoría, las implicaciones van más allá de las obvias de que Dios nos ama, de que somos extraordinariamente queridos para él y de que desea ardientemente nuestra salvación. Incluso aunque a primera vista la parábola del hijo pródigo pueda parecer que tiene poco que ver con la libertad religiosa, lo cierto es que entra en el meollo de por qué los adventistas del séptimo día debemos defender la libertad religiosa.

Lucas empieza diciéndonos que las palabras de Cristo eran tan convincentes que «se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírlo» (Lucas 15: 1). Los piadosos procedían a burlarse por detrás de cómo este galileo supuestamente devoto constantemente se relacionaba con un tipo cuestionable de personas, cuando Jesús de repente declara: «Supongamos que uno de ustedes tiene cien ovejas y pierde una de ellas» (Lucas 15: 4, NVI). Entonces despliega una historia triple, bosquejando un tríptico alegórico de la necesidad humana y del deseo divino de redención y restauración.

El pastor, tras encontrar al uno por ciento que faltaba en su rebaño, «la pone sobre sus hombros gozoso, y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”». Jesús explica: «Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento» (Lucas 15: 5-7).

Jesús entonces ofrece otra historia, dirigida a un sector diferente, pidiendo a sus oyentes que imaginen a una mujer que tiene diez monedas de plata y que pierde una. La palabra griega traducida como “moneda de plata” es “dracma”. En la antigua Palestina a las mujeres a menudo se les ofrecía una guirnalda de diez dracmas como regalo de boda. Es probable que Jesús esté describiendo la pérdida de una décima parte de una guirnalda de ese tipo, en cuyo caso la dracma perdida tenía un valor más que monetario, porque era un símbolo del matrimonio de la mujer. «¿No enciende la lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: “Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido.” Así os digo [declara Jesús] que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (Lucas 15: 8-10).

Y concluye con la que es probablemente la parábola más famosa de los evangelios y una de las historias más conocidas de toda la literatura: la parábola del hijo pródigo.

En primer lugar, debemos observar que en las dos primeras parábolas al objeto que se pierde no se le atribuye haber participado en su propio extravío. Se podría presuponer que fue la propia oveja la que se había extraviado, como es propio de una oveja, pero Jesús dice literalmente que el hombre perdió al animal. No sabemos cómo la moneda de la mujer se separó de las otras nueve, pero sabemos que no fue culpa de la moneda perdida. La historia no atribuye ni al pastor ni a la mujer ninguna voluntad de perder su oveja o su moneda. No quieren perderlas, pero las historias no identifican ninguna decisión de su parte que los haga responsables de la pérdida. No, estas breves historias parecen decirnos que perder una oveja o una moneda es simplemente algo que puede ocurrir.

Observemos la diferencia con la historia del hijo perdido. Porque un hecho crucial de esta parábola es que la partida del hijo es el resultado de decisiones conscientes tomadas tanto por el padre como por el hijo.

«También dijo: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde.” Y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente”» (Lucas 15: 11-13).

No es que de algún modo el chico se pierde; es que está incómodo e impaciente en casa. Esto queda claro por la acción que lleva a cabo, que es el desencadenante de toda la historia.

Esto es algo tan sencillo y, si conocemos la parábola, resulta tan familiar, que perdemos el sentido de su profundo significado. El hijo no sólo está pidiendo parte de la riqueza de su padre; está pidiendo que se le dé ya lo que normalmente se le daría sólo tras la muerte de su padre. Se suele pensar que el pecado del hijo menor fue su descenso a lo que en el versículo 13 se traduce como “vivir perdidamente” (RV), “vivir desenfrenadamente” (NVI) o vivir “haciendo lo malo” (TLA). Pero cometió su primer pecado cuando tomó la decisión consciente de violar el quinto mandamiento y de deshonrar a su padre, porque ¿qué está diciendo aquí? “No puedo esperar hasta que mueras, papá”. El trabajo de los eruditos bíblicos revela que no era inaudito que «un padre […] dividiera su herencia entre sus hijos mientras todavía vivía, en lugar de […] tras la muerte» (Comentario Bíblico Adventista del Séptimo Día –CBASD– sobre Lucas 15: 12). Pero eso simplemente implicaba especificar cuáles de las propiedades y tesoros quedarían para cada hijo cuando él muriera. Así, en las ocasiones en que «se dividía la propiedad durante la vida del padre, la propiedad permanecía intacta hasta la muerte del padre» (The Bible Knowledge Commentary [Logos Bible Software], sobre Lucas 15: 12-20a). El hijo menor quería que su padre hiciera mucho más que meramente designar lo que le pertenecería a la muerte de su padre. ¡Olvídate de esperar! El chico hace una petición que era tan “inusual” que resultaba indignante: «Pidió a su padre que le diera su parte de la propiedad» allí y al instante (CBASD sobre Lucas 15: 12). «Pero el padre no estaba de ningún modo obligado a ello» (ídem). De hecho, según los criterios de la época, el padre habría tenido perfecto derecho a rechazar la petición, e incluso a castigar físicamente a su insolente hijo menor. En lugar de ello, le concedió su petición atrevida e impertinente. Pero hay que reconocer que, al hacerlo, no estaba simplemente consintiendo su insolencia; estaba pagando un precio: estaba perdiendo algo.

En primer lugar, en la cultura judía de la época el padre habría quedado desprestigiado por no mantener su autoridad patriarcal frente al joven rebelde. En una cultura en la que la vergüenza y el honor eran de importancia vital, muchos amigos y conocidos habrían sentido que fue deshonrado. De hecho, encontramos un indicio de ello en el modo en que, al final de la historia, en los versículos 29 y 30, el hijo mayor, supuestamente el “buen chico”, trata a su padre con desprecio. El padre había perdido parte de su autoridad cediendo ante el hijo menor.

En segundo lugar, el padre pagó literalmente un precio financiero al conceder la demanda exorbitante del hijo. «Según la ley de Moisés, el hijo mayor debía recibir doble cantidad de los bienes paternos, mientras que cada uno de los hijos menores recibía sólo una cantidad […]. Si un padre tenía sólo dos hijos, como ocurrió en este caso […], el hijo menor debía recibir una tercera parte de los bienes del padre». A partir de esta historia parece claro que el hijo menor rápidamente «convirtió toda su parte de la propiedad en dinero» porque, si no, no podría haberse ido a un país lejano (ídem). Dicho de otro modo, un tercio de la propiedad familiar, que quienes escuchaban a Jesús asumirían que se había construido con el esfuerzo de varias generaciones, había sido sacrificado, entregado sin que proporcionara ganancia alguna a la familia, a fin de satisfacer los caprichos de un joven irresponsable.

Había un tercer precio que pagar, por supuesto, y una tercera pérdida; porque el padre perdió a su hijo menor.

De modo que, en contraste con la pérdida de la oveja y la moneda, el hijo se pierde por las decisiones que se toman. El hijo eligió tanto pedir su herencia como después, habiéndola recibido, alejarse del hogar y derrocharla. Estaba perdido por voluntad propia. No nos equivocamos si señalamos con el dedo al hijo por su conducta irrespetuosa e indigna de respeto, por las decisiones que le llevaron a los caminos de una vida manirrota, a las puertas de las prostitutas, y finalmente a criar cerdos.

Pero no deberíamos ignorar que hubo otra decisión crucial para que el hijo se perdiera: la decisión del padre de dar a su hijo el poder de elegir; y después su decisión de respetar las decisiones de su hijo. Esta no fue una elección conceptual, teórica, abstracta del padre: le costó muchísimo. Pero habiendo decidido dar a sus hijos la libertad de elegir, no quitó esa libertad cuando un hijo hizo elecciones malas. El hijo se pierde en contra del deseo de su padre pero, en cierto sentido, no en contra de su voluntad.

¿Por qué Dios, a quien representa el padre de la parábola, querría sacrificarse a fin de respetar la libertad de elegir? ¿Por qué, para plantearlo de forma más cercana, querría Jesús ser torturado hasta la muerte por las decisiones que tomamos nosotros? ¿Por qué es tan importante la capacidad de decidir de los seres humanos? Las Escrituras no dicen nada explícito sobre este asunto, pero por supuesto sabemos que la humanidad fue creada con libre albedrío. A Adán y Eva no se les podía simplemente ordenar la obediencia a Dios; tenían que decidir por sí mismos si confiar en Dios y obedecerle, o no. Tristemente, su decisión fue incorrecta. Pero su libertad de elegir es una condición previa esencial en la historia completa de la redención según la Biblia. Es más, dado que estaba presente desde el mismo comienzo, su poder de elección era algo que Dios mismo eligió darles. La capacidad para reflexionar y hacer juicios, en lugar de simplemente actuar como autómatas, es una parte integral del ser humano.

Imagina por un momento que Jesús hubiera contado a su audiencia de publicanos, pecadores, escribas y fariseos sólo las dos primeras parábolas registradas en Lucas 15. Aun así, Jesús habría respondido a la pregunta de por qué el Hijo del Hombre se mezclaba con los que habían sido marginados por motivos morales, incluso dedicándoles tiempo de calidad. Aun así, valoraríamos y contaríamos esas dos historias, porque nos hablan de un Dios que desea tanto salvar a los perdidos que no se centra en el 99 por ciento que deja atrás: no, él inexorablemente buscará al uno por cien que se ha perdido.

Así que estas dos historias tienen un gran valor; pero no tendríamos la misma imagen de Dios sin la tercera parábola. Esto es cierto en dos sentidos: primero, ofrece una visión más completa de la actitud de Dios con nosotros cuando estamos perdidos en el pecado; pero en segundo lugar está lo que revela acerca del don divino del libre albedrío.

Donde la tercera parábola nos dice algo diferente es en lo que revela acerca de la importancia que tiene para Dios nuestra libertad, concedida por Dios, para decidir por nosotros mismos cómo vivir y cómo relacionarnos con nuestro Creador.

Y esto se trata al final de la historia, así como al principio. Cuando el padre recibe con los brazos abiertos al hijo menor que regresa, está honrando la libertad de elegir que concedió a sus hijos. Había aceptado la decisión del hijo menor de buscar su propia experiencia desastrosa; da la bienvenida a su opción de regresar al hogar de su infancia. Pero no impone condiciones: no hay un “Ya te lo dije”, ni un “Bien, espero que hayas aprendido la lección”, ni un “Eres bienvenido esta vez, pero si vuelves a cometer el mismo error, entonces no”. La bienvenida del padre es incondicional. La restauración del hijo a la posición previa a su partida significa también que es libre de repetir ese desastre en su vida, si así lo elige. Quizá el hijo menor se despertó la mañana siguiente a la fiesta del becerro engordado y dijo: “¡Bueno, ha sido fácil! Voy a coger algo de dinero de la caja fuerte de papá y volver al bar y al burdel. ¡Menuda noche me espera!”. Pero la historia no sólo no nos cuenta “qué ocurrió después”; no lo hace porque no importa. El hijo es libre de decidir, libre de equivocarse, libre para cometer errores; y porque el padre honra su capacidad de elegir, el hijo siempre será bienvenido cuando haga su elección.

¿Qué es la libertad religiosa? Es reconocer la libertad de elegir que Dios dio a todo hombre y mujer. Es reconocer que Dios mismo no obliga a obedecer: él busca convencernos; respeta nuestras elecciones, incluso cuando son malas; y lo hace porque nos ama y quiere que le amemos a él.

Jesucristo sufrió la agonía insoportable e indescriptible de la cruz incluso por aquellos que no aceptarían su sacrificio. Muy a menudo decimos: “Jesús murió por sálvame de mis pecados”. Y por supuesto es verdad. Pero sólo es una verdad parcial. Para ser exactos, Jesús murió para darme una oportunidad de ser salvo de mis pecados. La idea de que «se humilló a sí mismo […] hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2: 8) para dar a los seres humanos la oportunidad de elegir si aceptar la salvación o no, es poderosa e inspira humildad. Siendo que Jesús estaba dispuesto a morir incluso por aquellos que decidirían rechazarlo, la misma idea de obligar a otro ser humano a creer o adorar contra su conciencia debe ser repulsiva para todos los seguidores de Cristo.

Por tanto, la libertad religiosa es algo que debería apasionar a cada cristiano porque refleja la misma naturaleza de Dios. Como cristianos adventistas del séptimo día necesitamos ver la libertad religiosa como algo más que proteger los privilegios sabáticos para nosotros y para los miembros de nuestra iglesia. Deberíamos esforzarnos por defender la libertad de todo hombre y mujer para elegir a quién o a qué quieren adorar, y cómo. La libertad religiosa no es sólo para nosotros, es para todos, incluso para aquellos cuyas decisiones nos desagradan o incluso detestamos.

Este no es un asunto menor. Porque la libertad religiosa no es sólo un derecho humano; es un don divino. Cuando la defendemos para las personas de todas las fes, o de ninguna, estamos reflejando verdaderamente la imagen de Dios, quien nos amó tanto que nos dio la libertad de elegir.

(Traducción de Jonás Berea del original en inglés, publicado el 21 de mayo de 2015 en Spectrum. Todas las citas bíblicas proceden de la versión Reina Valera de 1995, excepto la que indica otra versión.)

 

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