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Unidad nacional bajo la autoridad de Dios: el manifiesto de Ben Carson

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Reseña de One Nation: What We Can All Do to Save America’s Future [Una nación: Qué podemos hacer todos para salvar el futuro de Estados Unidos], por Ben Carson (doctor en Medicina), en colaboración con Candy Carson; Nueva York: Sentinel (Penguin Group, EEUU), 2014.

[Nota del editor: este artículo fue originalmente publicado en inglés en junio de 2014.]

Durante más de ciento veinticinco años los adventistas del séptimo día se han opuesto frontalmente a los intentos de apuntalar la identidad de la nación estadounidense como “cristiana” o “judeocristiana” mediante la ley y las políticas públicas. Sin embargo, en su nuevo libro el doctor Ben Carson, que ha alcanzado más relevancia en la escena política nacional que cualquier otro adventista en la historia de la denominación, defiende un programa que se parece mucho a aquel al que los adventistas se han opuesto durante mucho tiempo en nombre de la libertad religiosa.

Criado en la pobreza urbana por una madre soltera que era una devota adventista del séptimo día, Carson superó las limitaciones de sus circunstancias, alcanzando el renombre internacional por sus logros sin precedentes como neurocirujano pediátrico. En los años 90 empezó a destacar también como autor y escritor célebre, tratando cuestiones nacionales.

Siendo ya bastante conocido, en 2013 alcanzó un nuevo nivel de notoriedad con su discurso inaugural del Desayuno Nacional de Oración. Era la segunda vez que inauguraba este prestigioso evento, siendo Billy Graham la única persona que había sido invitada a esta cita por segunda vez, según cuenta en su nuevo libro (p. IX). Pero fue, por supuesto, el contenido del discurso lo que conmocionó los medios. Los comentarios de Carson sobre la política económica y sanitaria se consideraron que criticaban de forma inusual al presidente de Estados Unidos.

Un comentario editorial del Wall Street Journal, “Ben Carson para presidente”, reflejaba el entusiasmo que generó el discurso en círculos conservadores. En la encuesta no oficial de la Conferencia por una Acción Política Conservadora sobre los posibles candidatos presidenciales a principios de este año, Carson ocupaba un impresionante tercer lugar con un 9%. Esto lo situaba detrás de los senadores Rand Paul (31%) y Ted Cruz (11%), pero por delante de figuras bien conocidas como el gobernador Chris Christie (8%), el ex señador Rick Santorum (6%), el gobernador Rick Perry (3%), el congresista y candidato a la vicepresidencia de 2012 Paul Ryan (3%), y la ex gobernadora y candidata a la vicepresidencia de 2008 Sarah Palin (2%). En su prefacio a Una nación, Carson deja abierta la posibilidad de hacer carrera política nacional, en caso de que se sienta “llamado por Dios”, pero deja clara su convicción actual de que la contribución más importante que puede hacer es emplear la atención que ha generado para expresarse sobre los problemas que considera cruciales para el futuro de la nación.

 

Unidad bajo Dios

La religión impregna el manifiesto del doctor Carson. Ve una nación en peligro no sólo por el “gasto imprudente” y por los “miserables intentos de callar a los críticos”, sino también por un “gobierno sin Dios”. Dios, Jesús, los Diez Mandamientos y la Creación aparecen destacados, como lo harían en la fe de la mayoría de los adventistas del séptimo día.

Pero su desarrollo de estos temas difiere llamativamente de gran parte de lo que ha sido central en la tradición adventista. La unidad nacional que promueve el doctor Carson requiere que “la mayoría de los ciudadanos” busquen en la Biblia y en los Diez Mandamientos respuestas con autoridad sobre cuestiones morales que se debaten en el ámbito público, como el aborto y el matrimonio homosexual (192-193). Se apresura a añadir que eso no significa desatender a los no creyentes o forzarles a adoptar nuestras creencias. Sin embargo, afirma que “tenemos que decidir qué es lo que creemos y formar nuestros valores sociales en torno a esa elección” (201).

Por tanto, en el programa del doctor Carson resulta fundamental adoptar una identidad centrada en la fe religiosa: los estadounidenses tienen “un legado de moral judeocristiana”, escribe, y nos exhorta a “recordar quiénes somos y a unirnos en torno a la visión dictada por nuestra identidad” (195). Carson da mucha importancia a las frases “bajo Dios” del Juramento de Lealtad (Pledge of Allegiance) y “En Dios confiamos” de las monedas como declaraciones definitivas sobre la identidad de la nación, y por tanto las considera descriptivas y prescriptivas para la política nacional. Aunque quienes diseñaron la Constitución evitaron diligentemente tales referencias a Dios, y esas frases no empezaron a tener uso oficial sino mucho tiempo después, Carson les confiere un estatus cuasi-constitucional, aun siendo que la restauración de la Constitución tal y como la escribieron los fundadores es una de sus principales soluciones para salvar el futuro de Estados Unidos.

Además, para Carson, así como para los evangélicos conservadores en general, el “mi pueblo” sobre el cual se invoca el nombre de Dios en 2 Crónicas 7: 14 es el pueblo estadounidense, y la promesa de que Dios “sanará su tierra” si “se humillan y oran” es una promesa para la nación estadounidense. Los comentaristas adventistas de la Biblia mayoritariamente han entendido que el pueblo de Dios en la era cristiana son los que están “en Cristo” –en otras palabras, su iglesia–, una identidad que trasciende cualquier identidad nacional. Cuando los adventistas saltaron por primera vez al terreno de la política a finales del siglo XIX, era para defender la constitución en contra de un movimiento creciente favorable a “nacionalizar el cristianismo”. En tiempos más recientes, las presentaciones evangelísticas y doctrinales adventistas han criticado la enseñanza dispensacionalista que encuentra en el actual estado-nación de Israel el cumplimiento de las profecías del fin del tiempo. La noción, relacionada con estas ideas, de que la especial vocación de Estados Unidos bajo la autoridad de Dios consiste en el apoyo militar a Israel para asegurarle el cumplimiento de su papel en los últimos días, conduce a una influencia muy directa en la política exterior defendida por los evangélicos conservadores.

En resumen, la fe que forma la identidad tal y como se expresa en el programa de Carson es una religión civil que redefine al Dios de la Biblia como al “dios patrón” de Estados Unidos de América. Esto conduce a un uso altamente selectivo de la Escritura que ignora algunos de sus temas principales.

Por ejemplo, Carson encuentra en la práctica del diezmo una guía bíblica para hacer que el impuesto sobre la renta de la nación sea más justo y beneficioso para el bien común. Sostiene que los impuestos progresivos penalizan a los ricos, favorecen a quienes están especialmente interesados en establecer tasas y exenciones, y degradan a los pobres con el mensaje de que no son capaces de asumir sus responsabilidades. Lo que Carson recomienda no es necesariamente una tasa del diez por ciento, sino el principio de requerir a todos los contribuyentes el mismo porcentaje –un impuesto fijo o un “impuesto proporcional”, como lo denomina (104-106)–.

No estoy cualificado para determinar si un impuesto fijo aumentaría el bien común o no, aunque soy muy escéptico al respecto. Pero Carson ha aplicado a la economía global de una sociedad una práctica bíblica cuyo objetivo es principalmente mantener a los sacerdotes y a otras personas con vocación religiosa, ignorando el conjunto de lo que la ley y los profetas dicen realmente en relación con un orden económico justo y humano. No hace referencia a las disposiciones del año sabático y del jubileo (ver Lev. 25 y Deut. 15) que, por muy parcial y errática que pudiera ser su aplicación, expresan la intención divina de evitar los extremos de la pobreza y la riqueza. Elena de White resume de forma muy hermosa estas disposiciones en el capítulo de Patriarcas y profetas titulado “Dios cuida de los pobres” y observa que su objetivo era “fomentar la igualdad social”, si bien sin anular las distinciones sociales (pág. 575).

El doctor Carson elogia los actos de caridad y compasión por parte de los privilegiados. Pero tiene poco o nada que decir sobre las protestas incesantes contra la opresión del sistema hacia los pobres y sobre los llamados a la justicia que son de tan amplia e inequívoca prominencia en el mensaje de los profetas bíblicos.

Una línea de pensamiento de su discurso de 2013 en el Desayuno Nacional de Oración en relación con el lugar de Estados Unidos en la historia de las “naciones de la cumbre” (más frecuentemente conocidas como “imperios”) destaca otro importante contraste entre la religión civil del doctor Carson y un tema central en la Biblia. Citó la decadencia de la antigua Roma desde su indiscutible supremacía militar como una advertencia especialmente significativa para los Estados Unidos contemporáneos. Entonces, tras señalar que él piensa “todo el tiempo” en los problemas sociales que socavan la fuerza de la nación, Carson invocó a Jesús como su “modelo a seguir” a la hora de buscar soluciones. Pero resulta que, al menos en esta ocasión, lo que Carson encuentra ejemplar no es el contenido de las enseñanzas de Jesús, sino uno de sus principales métodos –las parábolas–, porque procedió a relatar una parábola propia que ilustraba la importancia de reducir la deuda pública.

No estoy defendiendo que este pasaje concreto muestre que la vida y las enseñanzas de Jesús no tienen una influencia sustancial en la filosofía política de Carson. Pero sí que revela con precisión una tendencia general a usar la Biblia principalmente como fuente de sabiduría práctica y de una disciplina moral selectiva que él considera que reforzarán el poder y la prosperidad de Estados Unidos como potencia mundial.

Por el contrario, los adventistas tradicionalmente hemos enfatizado la descripción de los imperios humanos en la profecía apocalíptica, y más ampliamente en el conjunto de la “historia de la redención”, como opresores arrogantes, réplicas de la “Babilonia” que desafía al Dios vivo y verdadero y que persigue al pueblo de Dios, cuya principal función es dar testimonio del gobierno de Dios y del reinado que viene, no promover el poderío de los imperios terrenales.

Sin lugar a dudas, existen ejemplos notables de héroes bíblicos que sirven fielmente en gobiernos y ámbitos imperiales en los que Dios usa a los imperios tanto para castigar el mal de sus predecesores como para proteger al pueblo de Dios. Pero parece evidente que el sentido general de la historia bíblica, y ciertamente su conclusión en el libro del Apocalipsis, es “antiimperialista”, invocando la fidelidad al reinado de Dios frente a los imperios terrenales, y llamando a las gentes de todas las naciones a esa lealtad superior.

También sería injusto reseñar Una nación como una exposición de la teología bíblica adventista; su propósito es bien diferente. Pero parece justo señalar de qué modo el programa del doctor Carson va en la dirección contraria a gran parte de lo que los adventistas han enseñado durante mucho tiempo. Elena de White sería la primera en reconocer que «el hecho de que ciertas doctrinas hayan sido mantenidas como verdad durante muchos años por nuestro pueblo, no es una prueba de que nuestras ideas sean infalibles» (Counsels to Writers and Editors [Consejos a escritores y redactores], pág. 35). Algunos adventistas podrían encontrar el enfoque de Carson como un correctivo útil a la pasividad sombría que con frecuencia ha dominado la actitud adventista hacia la sociedad. Pero los que ven el mensaje y la misión adventistas como la luz y el estímulo que guían sus vidas, deberían estar advertidos de la necesidad de observar el asunto con prudencia.

 

La unidad a través del sentido común

A través de Una nación se repite un llamado a que los estadounidenses de diferentes puntos de vista se eleven por encima de los partidismos amargos y encuentren la unidad a través del diálogo respetuoso de unos con otros. Este tema armonioso, sin embargo, se alterna con unas tensiones más disonantes acerca de la “policía de lo políticamente correcto” (PPC), que parece acechar por todas partes con el fin de “amordazar” las convicciones de los estadounidenses temerosos de Dios, y acerca de los “progresistas seculares” que no pararán ante ningún ataque recibido (21).

El choque entre estas dos perspectivas se hace patente en la forma en que Carson trata el asunto del Obamacare. Por un lado, parece que el principal problema con la Ley de Sanidad Accesible (Affordable Healthcare Act, ACA) fue su implantación universal como “un programa gubernamental gigantesco” aplicado de golpe. “El sentido común”, dice el doctor Carson, “obligaría a una aplicación gradual”. Esta perspectiva, que no encuentra nada intrínsecamente malo en la ley y que aparentemente considera que merece la pena poner a prueba sus distintos componentes, parecería conducir a un proceso de evaluación, negociación y pactos desprejuiciado, en un esfuerzo continuo por afrontar un problema sumamente complejo (147-148).

En otras partes, en cambio, el doctor Carson habla del Obamacare como de un mal absoluto, tan tiránico que parece apropiado compararlo con la “esclavitud”. No sólo la esclavitud en un sentido general, metafórico, sino en el sentido histórico específico de la experiencia de esclavitud de los afroamericanos. El doctor Carson intenta aclarar, sin retractarse de ella, su controvertida declaración en una entrevista de que el Obamacare es “lo peor que le ha ocurrido a nuestro país desde la esclavitud”. Basándose en la falsa generalización de que “no tenemos otra opción que comprar el único producto prescrito: el Obamacare”, Carson explica el asunto de la comparación con la “esclavitud”: “Una vez que damos al gobierno este tipo de poder, es ingenuo creer que ellos se detendrán ahí en su intento por controlar totalmente nuestras vidas” (12-13). Por lo visto, la aplicación de esta ley pone en evidencia que el gobierno se trata de un “ellos” opresivo, externo, completamente desligado de los ciudadanos de la nación, a pesar de que fueron sus representantes elegidos quienes aprobaron la ley.

Si la observación más amable que puedo hacer sobre estas declaraciones es que muestran una falta de respeto increíblemente negligente hacia la memoria de los que experimentaron la esclavitud en América, y que reflejan un tipo de extremismo polarizador como el que el propio doctor Carson ataca una y otra vez, ¿acaso soy por ello un agente del PPC? Hacer al doctor Carson responsable de sus afirmaciones y valorarlas negativamente cuando la evidencia lo exige, ¿forma parte por definición del esfuerzo de los progresistas seculares de desacreditarlo a él y otros “representantes auténticos de los valores estadounidenses” (13, 21)?

No lo creo, en parte porque resulta que estoy de acuerdo con el doctor Carson en que “unión civil” sería una categoría más apropiada que “matrimonio” para reconocer los derechos de las parejas del mismo sexo (116-117). También creo en el testimonio bíblico con respecto a Dios como Creador, y considero que es estrecho de miras ridiculizar los puntos de vista de Carson sobre la creación y la evolución sin antes escucharlos con respeto, y creo que fue mezquino que, basándose en esos puntos de vista, se cancelara una invitación a hablar que se le había hecho.

Más allá de estos pros y contras sobre asuntos concretos, lo que encuentro menos convincente en el manifiesto del doctor Carson es su confianza, que repite una y otra vez, en que el simple sentido común ilumina el camino hacia un futuro brillante para la nación. Como a menudo se cita el conocimiento proporcionado por los expertos para apoyar malas políticas económicas y sanitarias, Carson declara: “Prefiero el sentido común antes que el conocimiento en casi todas las circunstancias” (142). Pero el sentido común nacido de la ignorancia seguro que es un guía peligroso. 

Por ejemplo, la solución del doctor Carson para la sanidad –una Cuenta de Ahorro Sanitario [Health Savings Account (HSA)] para cada estadounidense– me parece una buena idea. Pero incluso en el breve espacio que dedica a tratar el tema, Carson aborda varios asuntos que necesitan ser afrontados: la seguridad en el manejo de los datos, la relación entre empleados, individuos y gobierno al proveer de fondos a las cuentas, la variante del “seguro catastrófico” necesario si un individuo no tiene suficientes fondos en su cuenta, la necesidad de regulaciones y precauciones a tomar con quienes no pueden pagar, y la prevención de un uso inapropiado de las cuentas por “adictos” y otros “que han demostrado ser fiscalmente irresponsables”. Alguna entidad tendrá que marcar el ritmo de estas regulaciones y administrarlas. ¿Sería ese “ellos” gubernamental que Carson desprecia? Todo lo que puedo decir es que el sistema HSA puede ser preferible al creado por la ACA, pero no estoy totalmente convencido de que una simple aplicación de sentido común básico sea la que “elimine las cuantiosas pesadillas burocráticas tanto para los pacientes como para los proveedores” (142-147).

 

 

La unidad a través de una historia compartida

El intento de Carson de invocar el apoyo de la historia resulta contraproducente, y socava la credibilidad de sus propuestas. Retrata unos Estados Unidos unificados en su origen por una visión de la libertad individual –la “actitud del se puede”– en su revolución contra Gran Bretaña y en el establecimiento de su Constitución. Según él, hoy, sin embargo, esa visión ha llegado a estar en peligro de extinción por parte de los abogados de una “sociedad más comunal”, que buscan redistribuir la riqueza con “esquemas impositivos altamente complicados” y con “leyes sanitarias increíblemente intricadas e imposibles de interpretar” (172-174).

Una vez más, la terrible condición de la nación, tal y como la ve el doctor Carson, es en gran medida atribuible a la complejidad, y la solución es la simplicidad en sí misma: “Creo que la única cosa que corregirá nuestra trayectoria descendiente es el reavivamiento del entusiasmo por la libertad individual y el restablecimiento de la Constitución de Estados Unidos como el principal documento para gobernar” (176). Para este regreso a la Constitución resulta central la emulación de su forma literaria: su simple claridad tanto como su brevedad. El documento, dice el doctor Carson, “es bastante sencillo de entender y debería servir como regla de oro para el lenguaje y la extensión de posteriores legislaciones”. De hecho, el legislador que redacta el borrador de “una ley que no puede ser entendida fácilmente por un ciudadano medio no es digno de ser líder” (179).

Además de muchas otras cosas que se podrían comentar al respecto, Carson simplemente ignora el hecho de que desde el mismo comienzo la historia política de la nación se ha centrado en el debate sobre el significado de esa Constitución tan “fácil de entender”. Jefferson y Hamilton, entre los fundadores que Carson idealiza, protagonizaron el primer gran combate del conflicto. ¿Han sido las fuerzas políticas que desafían el significado de la Constitución, o acaso una siniestra campaña de confusión, los que han provocado que la influencia de la Constitución haya llegado al límite de la completa desaparición? ¿Ha sido eso lo que ha causado que de algún modo el gobierno desarrolle “su propia ideología” para una redistribución de la riqueza, de tal modo que “nos ha hecho cambiar de una forma representativa de estructura de gobierno a un estado-niñera” (172-173)? Junto con su uso de la Biblia, Carson ofrece unas cuantas anécdotas históricas cuestionables, pero no argumentos históricos serios que aborden estas cuestiones.

Como muestra de su uso inapropiado de la historia, Carson propone a Martin Luther King Jr. como gran modelo a seguir de una forma tal que resulta profundamente falsa en su visión global y contradictoria con sus propias posiciones. Clasifica al doctor King junto a Booker T. Washington y George Washington Carver como “grandes defensores de la autosuficiencia y la autosuperación” (30). Es cierto, y también lo sería para Malcolm X y Marcus Garvey. Carson cita un discurso que dio el doctor King en 1953, antes de emerger como líder de los derechos civiles, en el que declaraba que es una debilidad humana echar la culpa de nuestros pecados y errores en “algún agente exterior” y que “la responsabilidad personal es el factor determinante final de nuestras vidas”* (una sabiduría moral poco controvertida en un líder cristiano). Basándose en eso, Carson afirma que “el liderazgo actual en la comunidad negra estadounidense podría aprender mucho sobre liderazgo eficaz estudiando algunos de los escritos y la historia real del doctor King” (42-43).

A lo largo de la “historia real” de su carrera, el doctor King apoyó el “evangelio social” que apelaba a un cambio radical de los sistemas económico y político que institucionalizan el tipo de injusticia condenada por los profetas bíblicos, junto con una transformación individual a través del poder de Cristo. A lo largo de su carrera pública, pero especialmente en sus últimos años (hacia 1965-1968), reclamó una distribución de recursos para empoderar a los pobres de la nación mucho más radical que lo que Barack Obama haya podido siquiera sugerir jamás.

El doctor Carson denuncia a los “revisionistas históricos” que enfatizan los aspectos negativos de la historia de Estados Unidos, como el racismo que prevaleció “especialmente antes de las cruzadas del doctor Martin Luther King Jr.”, y “las atrocidades presenciadas durante la Guerra del Vietnam” (39). Pero el doctor King al que Carson exalta decía lo siguiente sobre la Guerra del Vietnam en 1967: “Sabía que nunca más podría elevar mi voz contra la violencia de los oprimidos en los guetos sin antes haber hablado claramente al que más violencia ejerce en el mundo hoy: mi propio gobierno. Por el bien de estos muchachos, por el bien de este gobierno, por el bien de cientos de miles que tiemblan bajo nuestra violencia, no puedo guardar silencio”.**

Al igual que el doctor Carson, el doctor King vio una nación en declive moral que ponía en peligro su propio futuro y quería que Estados Unidos cambiara de rumbo y viviera a la altura de sus ideales más altos. En ese mismo discurso, afirmó: “Una nación que año tras año continúa gastando más en defensa militar que en programas de promoción social se dirige hacia la muerte espiritual”. De hecho, King creía que Estados Unidos se enfrentaría al juicio divino si no se arrepentía.

Hoy todavía tenemos que elegir entre coexistencia no violenta o aniquilación mutua violenta. Debemos pasar de la indecisión a la acción. Debemos encontrar nuevas formas de defender la paz en Vietnam y la justicia en todo el mundo en desarrollo, un mundo que se encuentra a nuestras puertas. Si no actuamos, sin duda nos precipitaremos por las largas, oscuras e infamantes galerías del tiempo reservadas a aquellos que poseen el poder sin la compasión, la fuerza sin la moralidad y la potencia sin la visión.

Así que, junto al doctor Carson, yo recomendaría enfáticamente, no el icono retocado de la religión civil conservadora, sino la “historia real” de Martin Luther King Jr. Y no sólo al “liderazgo actual de la comunidad negra estadounidense”, sino a todos sus líderes actuales y a los que aspiran a serlo.

*”Accepting Responsibility for Your Actions”, 26 de julio de 1953, en The Papers of Martin Luther King, Jr., Volume VI, Advocate of the Social Gospel, septiembre de 1948–marzo de 1963, editado por Clayborne Carson, Susan Englander, Susan Carson, Troy Jackson, Gerald L. Smith (Berkeley: Univ. of California Press, 2007), 139-142.

**”Beyond Vietnam”, 4 de abril de 1967, Iglesia de Riverside, Nueva York; texto completo en la King Institute Encyclopedia.

Douglas Morgan es profesor del Departamento de Historia en la Universidad Adventista de Washington.

Artículo original en inglés en Spectrum (16 de junio de 2014)

Traducción: Jonás Berea.

 

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